sábado, 27 de noviembre de 2010

Elevador



Para cualquier otra persona, la experiencia podría haber sido cuasi tragedia, pero Vilma, que perseveraba en sanar su interior, la supo capitalizar en un aprendizaje intenso, tan movilizador que no podía ni pronunciar palabras.

Sedentaria como pocas, no imaginaba un mundo sin ascensores, especialmente porque su economía no le permitía aspirar a un inmueble mejor que el monoambiente del piso décimo heredado de su familia. Planificaba muy estratégicamente tener allí lo mínimo e indispensable para no descender escalón por escalón en caso de corte de luz; cuidaba hasta el último detalle para evitar la travesía que le significaba prescindir de semejante confort.

Y aún así, una tardecita regresando a su casa, quedó celosamente encerrada dentro del ascensor. Primero arrojó una sarta de gritos que nadie registraba; luego se estremeció hasta las lágrimas; aterrada de vértigo y dejándose caer al suelo, se sentó cómoda y decidida a esperar la asfixia.

El escaso oxígeno circulante, la elevada temperatura y la particularidad del evento, la fueron ingresando a un estado expandido de conciencia, en donde su cuerpo astral se eyectó a otra dimensión, libre de prejuicios y acompañamientos. Tan extenuante y poderosamente seductora era la experiencia, que se entregó al placer sin más…

Estuvo un largo tiempo con la respiración entrecortada, latiendo la agonía de una muerte en otra vida; esforzándose en aprehender sus mandatos, desafiándola con el hilo de aliento que podía. Penetraba en un oasis de quimeras perdidas, con personajes que a diario anhelaba encontrar; abarcaba sensaciones de indefinidas esencias, en la volatilidad de la imagen que trascendía toda pena.

Aquí y allá; pasado, futuro y presente danzaban sujetos a un suspiro. Nada entendía muy bien y sin embargo todo se le aclaraba vertiginosamente.  Mientras vislumbraba cada nuevo sketch, festejaba los años de terapia que ciertamente se estaba ahorrando con esta mágica catarsis.

Se concatenan los bostezos, Vilma se estira en posición felina, se descubre aún agitada y cruzada con medio cuerpo fuera de la cama. Se incorpora a la modorra y vuelve a intentar que Morfeo le siga explicando sobre qué trata la vida. 

lunes, 22 de noviembre de 2010

Obstinado presagio



Miranda odiaba las motos, el solo rugido del escape la sumía en un profundo pánico; era inimaginable para ella treparse al pequeño endriago, ni siquiera volteaba la mirada para curiosearlas. Nadie comprendía el porqué de sus repulsiones. Su corazón seguía latiendo el trágico dolor del púber y desangrado amor. Ni el paso del tiempo, ni las nuevas sonrisas consiguieron desdibujar las llagas de tan hondo pesar.

Su primogénito, y único hijo, veinteañero palpitaba por sus venas un sostenido apasionamiento: la fascinación por las motos. No hubo razones posibles que lo hicieran cambiar de parecer y junto con la mayoría de edad llegaba su ansiado ciclomotor.

Fueron pocas las horas que Jony disfrutó de su preciado tesoro, en un abrir y cerrar de ojos todo se había transformado en destrucción. Nada quedaba allí para rescatar la materia que vivifica el alma. Las lágrimas de Miranda lavaron infinitas veces el rostro frío de su siempre niño.

Las encrucijadas del itinerario la enfrentaban por segunda vez a la desolación. Sin oponer resistencia, tomó sus ahorros, adquirió la cilindrada más alta que había en el mercado y voló exactamente a la misma estrella que habitaban Jony y Alex, con la vehemencia de haber cumplido satisfactoriamente su misión: esta vez ya nada más podría separarlos.

El hilo invisible que separa la vida de la muerte y la cotidianeidad de la locura es tan sutil, que un instante de gloria o de espanto pueden transformar  inexorablemente, para bien o para mal, toda nuestra existencia.


jueves, 18 de noviembre de 2010

Queriendo...


Sucumbir a tus manos
Sudor y vértigo
Delirio y cántaro.

Paladear cariño
De alfas y omegas,
En busca de Dios.

Atiborrar tu risa
Con la candidez
De mi savia
Que todo lo tiene,
Hasta tu luz.

Trocar mi sollozo
Por tu estupor
Desentendido de sentires,
Que atrapan  musas
En tu vehemencia.

Deshelar soledades
y desterradas miradas
de arqueológicas condenas
Y desatinos.

Escoltar tus palabras
Con murmullos
Famélicos de franqueza
Y liberalidad.

Desconcertar contiendas
Que anidan presagios
De nunca acabar,
Porque sigo queriendo.

La cadencia que corroe el alma


Igualito al ritmo que posee la caída de una gota de agua tras otra, que carcome cualquier material que se le interponga en su camino,  así de perseverante e insalvable era la actitud malhumorada y pesimista de Gregorio; que día tras hora se encargaba especialmente de subestimar el accionar emblemático y misterioso de Julieta.

Sus mundos, cegados por la popularidad, casi  rozaban el austero e indomable destino del acostumbramiento; desplegaban sus quimeras en cualquier historia que los excluyera sistemáticamente de la intimidad. Él, siempre en pose de macho cabrío y a la defensiva, dispuesto al ataque. Ella, una ternura que se acurrucaba  como cochinilla en el escritorio, intentando evadirse de la tortura que suponía escucharlo.

Entre ambos sólo restaba la vieja promesa ante Dios, que los mantenía unidos, sin saber para qué, pero bajo el mismo techo y con el despiadado deseo de que llegara la salvadora y al fin los separara. Ninguno de los dos, se animaba a expresarlo, aunque sus vidas lo clamaban incesantemente.

Julieta soñaba con ser una princesa, con Gregorio susurrándole un mimo capaz de desenrollarla de su orbe pequeñito para transportarla a una estrella; mientras él  sólo concebía llegar a fin de mes con un plato de comida bien elaborada esperándolo en la mesa, al regresar del trabajo.

Las faltas de todo tipo y color eran el plato fuerte del día; el bagaje de carencias, ausencias y renuencias, la frutilla del postre. Sin embargo ambos, ponían lo mejor de sí en el platillo de la balanza, con cada intento fallido de renunciar a las negras pulsiones del ego. No hubo  pozo ganador de Nochebuena, ni hoguera de San Juan con que purificar las penas, sólo hastío y sed de liberación recorrían la tensa calma.

Los rituales obsesivos compulsivos que cada uno representaban, como legítimo sistema de quitamiedos, los eyectaban a millas de distancia interior;  zonas híbridas en las que nunca florecía un beso y sí se plagaban multitudes de desencuentros. Un vocablo que agitaba cicatrices, seguido de un gesto que evocaba decepción, sumado a un reproche que concentraba resentimiento, multiplicados silencios que cortaban el aire por los sinsabores cotidianos de la melancolía… y todo volvía a gemir como cuando estalla una gota de agua tras otra, sin prisa, sin pausa; sin intención de dañar, pero haciéndolo irreparablemente.

Una tarde Julieta se disfrazó de princesa con sus mejores ropas y accesorios; esperó a Gregorio con un banquete para el asombro y, tras compartirlo y brindar muchas veces por el amor, el dinero y el azar, emprendió un gesto muy familiar de cruzar el patio con el fin de ir a buscar cigarrillos a la tienda contigua y nunca jamás regresó. Tras el desconcierto, entre feliz y angustiado de él, que no alcanzaba a vislumbrar ni en sueños aquello que más tarde sucedería, se deslizó la silueta menuda de ella por entre las cortinas, esfumándose como si fuera un hada.

El desconsuelo de Gregorio fue tal, que  aún hoy, después de veinte años, sigue preguntando por Julieta en el barrio e  imagina su entrada por la puerta grande, con un ramillete de flores en la mano y la algarabía propia de sus ojos, con los que iluminaba el cielo.

Sigue aguardándola, porque sólo  con su ausencia comprende cómo se vibra soñando, cuánto se emociona al dar y lo mucho que se sufre la espera.

Tanto aprendió Gregorio en aquellos días, que olvidó compartirlo.

Cuentan quienes la vieron, que Julieta caminó sin rumbo por días, mientras cantaba y bailaba decidida a ser feliz; se sentía libre y se dejaba llevar. Alguien la descubrió tiritando bajo la lluvia, abrazada a un poste de luz, sin aliento. Y la ingresó al nosocomio.

Ahora se hace llamar la princesa del alba y todavía espera que su valiente infante atraviese montañas y llanos para rescatarla. Se pasea  mientras recita poemas de amor que cambia por golosinas o monedas con sus loquitos familiares, cuenta historias de pasadas veleidades, mansiones encantadas y exquisitos importados.

Es una apreciada dama, a quien apodaron Dulce, en alusión a su conmovedora ternura. Es el mismo cascabel que repica con su risa sobre las mariposas y hace que todo se vuelva leve y diáfano.

Declara todo el tiempo ser feliz, hace loas a su libertad, se fascina cuando mira la naturaleza y se pierde en la imagen del amor universal. Es raro, pero nunca más volvió a enroscarse como una cochinilla, tampoco a mixturar las letras para decir Gregorio.

Publicado en el libro "Poesía, cuentos y vos"

domingo, 7 de noviembre de 2010

Más poesía Japonesa


Mestiza savia,
De crepúsculos ávidos,
Vehemencia cierta
Clamando sobrevivir
En oscuras tinieblas.

***** 

Frágil gemido,
Poeta indiscreto,
Ilusionista,
Bufón de tempestades,
Expresión de la vida.

***** 

Olvídame ya
Y no te apesadumbres,
Sólo el amor
Cicatriza las heridas
Que corroen el alma.

*****

Cadera trémula
Sedienta de tus besos,
Idealizando
Resquebrajados sueños
De dudosas mañanas.

***** 

Usurpadora,
Libas el mejor néctar
De mis entrañas.

 *****

Dueños del beso,
Prestidigitadores
De umbrías penas,
Arrullen la nostalgia
De los atardeceres.

*****

Escaparate
De sabios remolinos
Resquebrajando
Oscuras intenciones
Deliberadamente.

***** 

Ave del cielo,
Gatillas paradojas,
Vagabundeando.

***** 

Inusitado
Cristal de sueños rotos
Bate la calma.

***** 

Ejemplificas,
Hormiguita viajera
Tenacidad.