Nunca supe muy bien si las gestaba
una herida, el recuerdo de un alma ausente, el dolor actual de la frustración
nuestra de cada día o simplemente esa extraña sensibilidad que padecemos
quienes nos animamos a creernos hacedores de algún arte.
Pero sí se con certeza, que en ese
proceso de parir lágrimas, la tristeza va pateando cada esperanza que surge, va sacudiendo las risas hasta estrellarlas contra el helado hueco de la
nostalgia. La apatía que no puede lidiar
más con su suerte, se acurruca contra esas pequeñitas gotas de sal y les
insufla la pizca de aliento con la que sobrevivía.
Así se acomodan como en fila india,
tomando distancia con un manojo de cerdas, dispuestas a fregar cada centímetro
de víscera que encuentran a su paso; a pulcras nadie les puede ganar, llegan
bien hasta el fondo y hasta que no remueven el suspiro más acongojado, no dejan
de hurgar.
Las tres primeras son las más urgentes, las que venían preparándose desde hacía tiempo sin poderse asomar; la barrera de la censura las volvía una y otra vez para atrás. Regordetas ellas, cargadas de hastío, cualquier emoción las hacía tambalear.
Las tres primeras son las más urgentes, las que venían preparándose desde hacía tiempo sin poderse asomar; la barrera de la censura las volvía una y otra vez para atrás. Regordetas ellas, cargadas de hastío, cualquier emoción las hacía tambalear.
De las tripas, al corazón
viajaban en primera, se estacionaban por un rato oprimiendo el músculo
hasta la angustia y con el solo empuje de los latidos se dejaban deslizar
a la garganta, donde devorándose toda la tribulación que acumulaba el silencio, terminaban explotando en un
sollozo que aún así no las dejaba caer al vacío.
Presas de imágenes afligidas, ávidas
por intensificar la emoción justa que pudiera eyectarlas, piden regodearse con
las letras de las canciones más lacrimógenas del romanticismo estoico; y si a
eso, le podemos sumar alguna que otra toxina inspiradora; entonces y sin pedir
permiso rodará la primera, desconcertada y disculpándose en surcar la mejilla.
Antes que la puedan secar, llegaran las otras dos secuaces, a mostrarse con
todo el desparpajo de quien se
enorgullece en exhibir su
vulnerabilidad.
Esa caída desprolija y
aplomada que rápidamente las manos quieren ocultar, en pos de fingir una fortaleza
que excede a cualquier humano. Las
secamos aunque su color ya tiñó el momento de una lúgubre pesadumbre, mientras
los ojos ajenos se giran para consolarlas y ellas siguen prefiriendo la soledad
para desintegrarse sin mucha vuelta ni cuestionamiento y encima con
pretensiones de escribir…
Las últimas dos son el sosiego, da
placer sentirlas rodar como si dibujaran crisálidas en su andar; con la convicción
de estar pasando por las agitadas contracciones que suponen salir del capullo a
un nuevo tiempo; instantes que se
esperan de felicidad; porque la dicha es esa sucesión de momentos que deseamos
interminables aunque su envase lleve impresa la fecha de caducidad.
Entre la excursión de las lágrimas y
una renovada sonrisa se necesita imperiosamente una exuberante dosis de amor en todas sus
formas; porque sólo a partir del amor es posible volver a gestarlas.
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