Los ojos se descubren en la nochecita acalorada ribereña y entre disimulados parpadeos que guiñaban sudor; se instalaron en la órbita genuina del deseo, para quedarse fijados en la retina caprichosa del destino.
Otra noche más bebiendo el néctar lujurioso de la bachata,
permitiéndole a la piel la reincidente, crónica y pervertida provocación de la
caricia.
El alma gorgojea el éxtasis de suponer la
llegada del bendito amor, que no acaba de ingresar a su circulación; se asoma,
lo intenta con tanto énfasis, que lo termina asfixiando y otra vez más huye despavorido.
El desenfreno en la seducción embiste a la respiración
profunda capaz de embrujar al más racionalista de los pensadores.
El encanto te hace ver una película que solo se muestra en
el lenguaje iracundo de los cuerpos.
Y el beso se demora potencialmente en cada roce, el estímulo
crece, la intensidad de la respuesta también.
Como las apariencias siempre engañan, ese beso que se
presagiaba enamorado, se derrite en una estela de saliva por la mejilla, por la
frente, por los ojos, menos por la boca, que ansiosamente y con la lengua
agazapada sigue clamando por él.
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