Los melodramas que otros vivencian, a la gran mayoría nos resbalan inadvertidos; a veces por distracción, otras por omisión, algunas por egoísmo y demás; sabrá nuestro Señor por qué nos resistimos a darnos por enterados, aunque con ello casi dejemos de ser solidarios y humanos.
Eso sí, somos opinólogos de primera hora para discutir o alzar el dedo inquisidor cuando nos interrogan acerca de temas tan intrínsecamente complejos, que movilizan todas las aristas de nuestro motor físico y espiritual, como es el argumento de la donación de órganos.
Si lo pienso desde el lugar del amor, encuentro válido este pliego para intentar la exhortación. Y si esto genera entendimiento y salva aunque más no sea una vida, será una satisfacción inmensa haber podido colaborar en tan valiosa empresa.
Es por eso que mi reflexión apunta a cada uno de aquellos que habremos de jugar un rol ante este desafío, en un intento de sentir en lo íntimo de mi ser, lo mismo que hará vibrar la profundidad de la conciencia de cada uno de ustedes. Les pido entonces, que acepten esto que pretendo expresarles como la revelación de una confidencia que, a la vez, es casi una oración profana.
Pienso en el médico que habrá de decidir, casi siempre con urgencia, si el donante está vivo o está muerto, y me apiado de él. Es quizás más de lo que podemos exigir a un ser humano. Por eso pido por él, no tanto por el médico, sino más bien por el hermano enfrentado a dilemas que exceden largamente su dimensión profesional.
Pienso en el enfermo que necesita un órgano y en sus familiares; en cómo será el tiempo de espera, cuál habrá de ser la calidad de ese tiempo de dependencia del prójimo que quiera compartir con ellos la aventura de la vida y la muerte. Y pido por ellos. Pido porque si se salva esa vida, sea dedicada a completar el aprendizaje que este transito terrenal nos propone. El donante, ya en otra dimensión, recibirá de este modo el mejor homenaje.
Pienso en el donante, y admiro su coraje. Y reverencio su fe en la Ciencia. Pido que no sea defraudado; no hay pena capaz de saldar los delitos contra el alma.
Pienso en el indeciso. Pido respeto para él, porque nadie tiene derecho a cuestionar lo que cada uno decide hacer con su cuerpo, con su vida y con su muerte.
Pienso en el indiferente. No me siento capaz de censurarlo, quizás porque estoy convencida que hay un tiempo para todo. Por eso pido para él paciencia y comprensión.
Pienso en los investigadores científicos. Y también pido por ellos, para que no dejen de buscar hasta encontrar la manera de que no sean necesarios los trasplantes; aunque esta invocación parezca un contrasentido.
En esencia, lo que estoy pidiendo es cada vez más luz para las mentes esclarecidas, para los espíritus tenaces y para los corazones desbordantes de amor de nuestros legos investigadores; siento desde mi fe, que no puede estar lejano el día en que la ciencia nos asombre, una vez más, con un nuevo avance en la preservación de la vida; que haga de esta maravilla de los trasplantes una honrosa memoria en el archivo de nuestra estirpe.
Pienso en Dios, en el Dios que cada uno tiene, a veces a pesar suyo. Y a Él le pido todo lo que pido para cada uno de nosotros. Luz, mucha luz para todos, especialmente para acelerar la fuerza incontenible del amor que, en última instancia, es el sentimiento que hoy me impulsa a compartir esta inquietud con ustedes.
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